jueves, 3 de marzo de 2016

ANDRESITO GUACURARI: PROMOVIDO A GENERAL, EN EL URUGUAY

CORONEL ANDRÉS GUACURARI Y ARTIGAS “ANDRESITO”
Acto realizado en la antesala de la Cámara de Senadores
con motivo del proyecto de ley por el que se lo promueve al grado de general
(7 de diciembre de 2015)
SEÑORA MODERADORA.- Buenas tardes.
Sean todos muy bienvenidos a nuestro Palacio Legislativo. Gracias por su presencia hoy en la antesala Zelmar Michelini de la Cámara de Senadores, con motivo de la aprobación del proyecto de ley que promueve al grado de general al extinto coronel Andrés Guacurarí y Artigas, conocido como Andresito, en reconocimiento a los valiosos servicios prestados a la patria.

Foto: Ejercito Nacional Rca del Uruguay (http://www2.ejercito.mil.uy/ver-nota-actualidad.php?idA=3424&idS=1)

Invitamos a hacer uso de la palabra, para la apertura, al señor presidente de la Comisión de Defensa Nacional de la Cámara de Senadores, senador Ruben Martínez Huelmo.

SEÑOR MARTÍNEZ HUELMO.- Señoras y señores: es un gusto contar con presencias tan distinguidas. En nombre de la Comisión de Defensa Nacional del Senado les doy mi más cálida bienvenida.

Voy a hacer un estado de situación parlamentaria en virtud de que hemos concentrado historiadores, quienes se van a ocupar del tema histórico, precisamente. Nos reúne un asunto relevante sin duda alguna. La Comisión de Defensa Nacional del Senado, en su sesión del 19 de octubre próximo pasado, aprobó por unanimidad un proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo, en cuyo artículo único reza: «Promuévese al extinto Coronel don Andrés Guacurarí y Artigas “Andresito” al grado de General, en reconocimiento a los valiosos servicios prestados a la Patria».
El proyecto de ley, junto con la exposición de motivos, firmados ambos por el doctor Tabaré Vázquez, presidente de la república, y por el señor ministro de Defensa Nacional, don Eleuterio Fernández Huidobro, conforma, sin lugar a dudas, un alegato que confirma radicalmente la proyección continental del artiguismo, tanto por las políticas y los principios transformadores de la sociedad que conjugó y buscó instalar, como por aquellos personajes en quienes José Artigas delegó representación para cumplir con esos objetivos. Ese es el caso de Andrés Guacurarí, comandante general de las misiones.
Debo señalar que el proyecto de ley llegó al Parlamento con sus antecedentes, concretamente el oficio Nº 51/M/15 del Comando del Ejército, bajo la firma del comandante en jefe del Ejército, general Guido Manini Ríos, con el objeto del ascenso del coronel Andrés Guacurarí y Artigas a la jerarquía de oficial general. La Constitución de la república atribuye a la Asamblea General decretar honores públicos a los grandes servicios prestados a la patria. Ello ha sido comprendido así, en forma fehaciente, por la Comisión de Defensa Nacional del Senado, a cuya convicción se suman los antecedentes en la materia recordando que, antes de este ascenso post mortem, nuestro ordenamiento jurídico cuenta otros dos en las figuras del general Leandro Olivera y del general León de Palleja.
En la sesión del miércoles, a las 09:30 –pasado mañana–, el Senado habrá de tratar este asunto. La comisión dispuso que el señor senador José Mujica, expresidente de la república, sea el miembro informante, sin mengua de que los partidos políticos allí representados se expresen, como corresponde, en la materia. La comisión, a propuesta del señor senador Javier García, me encomendó convocar a un panel de historiadores, de modo de recibir aportes. Hemos cumplido y creo, además, que hay que agradecer la buena voluntad de la profesora Ana Ribeiro y del profesor Mario Cayota aquí presentes.
Este presidente creyó interesante e importante convocar a algún profesor de Historia del Liceo Militar. En ese sentido, nos dirigimos al ministerio. Grata fue la sorpresa cuando la decisión del señor ministro fue encomendar al propio general Guido Manini Ríos, autor de este proyecto, para integrar el panel de historiadores.
A todos ellos, nuestro agradecimiento.
Hemos invitado a muchas personalidades y a estudiosos del artiguismo. También invitamos a nuestro amigo David Galeano Olivera, director del Ateneo de Cultura y Lengua Guaraní de Asunción del Paraguay, quien por razones de fuerza mayor no podrá acompañarnos esta tarde. Sin embargo, será representado, al final, por algunas palabras del licenciado Omar Alfonso Cibils Aquino, director de la Regional Garupa, de Misiones, República Argentina, quien es un estudioso de la personalidad de Andresito y, además, un profundo conocedor de todo el tema guaraní.
Señoras y señores: este es el estado de situación parlamentario del asunto que nos reúne. Quedará registro taquigráfico de lo que consigne el panel de historiadores. Asignamos a lo que se diga aquí gran importancia desde el punto de vista histórico en cuanto a los testimonios de los historiadores. A eso se le habrán de sumar los testimonios de la Cámara de Senadores de la sesión del próximo miércoles. Vamos a hacer la gestión correspondiente para que el señor presidente de la Asamblea General, licenciado Raúl Sendic, tome en cuenta estos antecedentes a
los efectos de una publicación-homenaje y, al mismo tiempo, el pasaje a la página web de la Cámara de Senadores, porque son elementos que deben obrar, sin lugar a dudas, en la necesaria divulgación de todo lo que aquí se diga sobre este asunto parlamentario. Pensamos distribuirlo entre escolares, liceales y estudiosos de la materia.
Felicito a la secretaría de la comisión, sin cuyo concurso hubiera sido imposible cumplir con la organización del evento que hoy nos reúne aquí.
El licenciado Raúl Sendic, que también estaba designado para la apertura de este acto, por razones de fuerza mayor no podrá estar presente.
Por lo tanto, vamos a proceder a la convocatoria de los ilustres historiadores que hoy nos hacen el honor de visitarnos.
Muchas gracias.
(Aplausos).







Senador Rubén Martínez Huelmo
SEÑORA MODERADORA.- Muchas gracias por sus palabras.
Continuando con este acto, invitamos a tomar asiento en nuestro living a los integrantes del panel de historiadores, tal como lo resolvió la Comisión de Defensa Nacional: profesora Ana Ribeiro; comandante en jefe del Ejército, general Guido Manini Ríos; y profesor Mario Cayota.
En primer lugar, escucharemos a la profesora Ana Ribeiro.

SEÑORA RIBEIRO.- Señores legisladores, autoridades civiles y militares presentes hoy aquí: buenas tardes.
Agradezco especialmente a esta comisión y al Palacio Legislativo porque es un honor que amedrenta un poco, pero que por sobre todas las cosas homenajea, también, a quien tiene que venir a brindar homenaje.
Ustedes son un cuerpo legislativo que tiene muchísimas tareas por delante y tienen todas las urgencias del presente que atender. Se han hecho un alto para aprobar un proyecto de ley que promueve al grado de general, doscientos años después, a un señor que murió, según algunos, en unas mazmorras muy tremendas en la cárcel de Río de Janeiro, en la isla das Cobras, y según otros en libertad. Hay algunos autores misioneros que han escrito con mucho orgullo: «Andresito padeció mucho, pero murió libre», porque había logrado salir de su primera prisión, que fue en la Lague, e incluso estaba dispuesto a subirse al bergantín que lo traería a las costas del Río de la Plata junto con los demás prisioneros artiguistas que habían sido liberados en ese momento. No lo logró, al parecer; volvió a ser puesto en prisión, esta vez sí en la isla das Cobras –no había estado allí desde el principio–, al parecer por una riña con unos ingleses, muy omnipresentes en el imperio portugués, lusitano-brasileño ya casi, por el año en que esto sucedió: 1821.
El destino final de Andresito es un verdadero signo de interrogación. Preso o libre, murió lejos de todo poder, lejos de toda condición de hombre que manda hombres, lejos de su liderazgo, lejos de su tierra, en la peor situación de miseria.
El último documento que se conoce de Andresito Artigas es una carta que dirige al conde de Casa Flores, el embajador español en la Corte de Río de Janeiro, que representaba a un imperio que procuraba reconstruirse y recuperar las provincias, los estados, los reinos, el enorme imperio americano que había perdido. Estaba allí en una situación bastante intrigante en la Corte de Río de Janeiro.
Había triunfado en 1821 el movimiento liberal. La esperanza de los liberales era que, en clave de reconocer fuertes autonomías a esa América que se había insurreccionado a partir del año 1810, diez años más tarde pudieran recuperar el dominio del continente que ya les era suficientemente esquivo. La idea vino acompañada de un plan bastante simple: hacer pie en Montevideo y, desde allí –así como alguna vez lo intentaron los ingleses–, recuperar Buenos Aires, la capital del gran virreinato, la clave geopolítica –yo diría también hidrográfica– del Río de la Plata, y de allí hacia arriba comenzar a remontar para recuperar el continente perdido. ¿Cómo podrían hacer eso? Pues liberando muchos presos claves y haciendo un acercamiento amistoso con ellos. Así que hay un documento, muy discutible y extraño, que impactó muy duro en la historiografía más reciente, firmado por parte de esos prisioneros, entre ellos el muy conocido, muy oriental, muy primo de Artigas y muy de su estricta confianza, el rubio Otorgués, y también por Andresito Artigas. Ese documento, dirigido a su majestad, estaba encabezado por un título que decía: «Españoles de dos mundos». Allí se le pedía desde el Río de la Plata –en este caso, desde Río de Janeiro, donde
tantos de ellos todavía estaban recluidos– que la corona española interviniera, que sacara a los portugueses del suelo oriental y que les diese una ayuda porque habían caído en la más absoluta anarquía. Ese gesto de doblar la rodilla y la cerviz frente al imperio contra el cual habían luchado tan largamente fue bastante malinterpretado por los más conspicuos defensores de Andresito Artigas e instaló en casi toda la historiografía contemporánea al menos un gran signo de interrogación en cuanto a qué era exactamente ese documento en el cual estaba el nombre de Andresito Artigas, hasta entonces luminoso como símbolo de coraje y espíritu indómito.
Casi un mes después, en mayo de 1821, Andresito firma un documento –este ya sin discusión alguna sobre su letra, su preciosa y muy refinada caligrafía, y su firma–, que no va acompañado de 87 firmas, pidiendo en nombre de los españoles de dos mundos que intervenga la corona española. Es un documento de Andrés Guacurarí Artigas en solitario y está dirigido al conde de Casa Flores, a quien le pide, por favor, que lo ayude porque recién había sido liberado de la cárcel y no tenía ropa ni siquiera para poder volver a su tierra, a la cual deseaba volver, que no tenía con qué cubrirse, que estaba prácticamente desnudo, en andrajos, con lo poco que cubría su vergüenza, y que en ese estado no podía volver a su tierra. En el año 1821, habiendo sido Artigas derrotado –e ingresado a Paraguay en 1820–, él sabía que no contaba con la ayuda de quien dice «fue mi padre, así lo reconozco porque él me dio educación y él es el que yo reconozco como tal porque así me crió». Sabía que no podía recibir ayuda de Artigas ni de sus hombres, así que le pide al conde de Casa Flores que le brinde algo, por lo menos, para taparse. El conde de Casa Flores le extiende cuarenta pesos; le interesaba mucho que él pudiera ser uno de los tantos que retornaran al Río de la Plata y facilitaran, en clave liberal, ¡y vaya si el liberalismo español había sido rico desde el punto de vista del pensamiento político, también en suelo ibérico! Así que le extiende cuarenta generosos pesos, pero si los recibió o qué uso hizo de ellos, no lo sabemos. Andresito desapareció –literalmente– de la documentación y también de la vida. Ese final tan enigmático con un reconocimiento superlativo a aquel del cual llevaba el apellido, es parte de la leyenda de Andrés Guacurarí.
Cuando me llamaron a esta instancia –tan honorable para su nombre y para nosotros, quienes hemos sido convocados para hablar hoy ante ustedes–, me preguntaba qué sentido tiene homenajear con un título tan enorme desde el punto de vista militar a una persona que murió de esa manera. Sin duda, es solamente un símbolo, un símbolo para el cual ustedes, legisladores, han distraído su atención de ese presente, que siempre urge tanto; impuestos, precios, crisis o no, ustedes están muy urgidos, pero acaban de hacer un paréntesis para esto. Sin duda, no podrían haberlo hecho si no fuese en nombre de un símbolo muy importante.
Mi siguiente pregunta fue: «¿Qué representa exactamente Andrés Artigas?». A raíz de mi profesión, visito mucho los territorios que han tenido connotación con Artigas –soy, además, bastante itinerante como historiadora– y he visto la evolución que han tenido los estudios sobre Andrés Artigas. Hace veinticinco años visité Posadas –capital de la provincia de Misiones–, cuando había solamente un instituto que se dedicaba a preservar la memoria de Andrés Artigas, más allá de que a nivel popular tenía un modesto homenaje en una plaza muy abierta, muy despojada, que llevaba el maravilloso nombre de Uruguay. ¡Caramba, Andresito estaba allí, en medio de la plaza! Era el Instituto Montoya, al cual iba –tan itinerante como soy ahora, en el presente–, siempre con su voz estentórea y maravillosa, el profesor Reyes Abadie, que era quien tenía más autoridad para hablar de Artigas y de Andresito Artigas en tierra misionera. Seguí yendo todos estos años en los que vi crecer el culto a Artigas y el culto a Andresito Artigas, y con gran sorpresa –hace uno o dos años– vi que se había levantado, de puro acero inoxidable, brillante como una caldera bien lustrada, un monumento de muchísimos metros en la rambla costanera de Posadas en homenaje al jefe indio. Por supuesto, me causó una gratísima impresión pero este año acabo de recibir una sorpresa mayúscula: me dijeron, con algo de desaliento por parte de los habitantes de Posadas, que había otro monumento a Andresito, y el desaliento era porque era más grande que el de ellos, mucho más grande; no refulge porque es de hierro reciclado muy rústico, pero es un conjunto escultórico precioso que tiene, incluso, a otros miembros importantes del entorno de Andresito: al padre Figueredo, algunas mujeres que fueron significativas en su vida, algo que representa a los soldados. ¿Dónde está? En Corrientes. Mi respingo fue: pero, ¿cómo? ¿Corrientes le levantó un monumento a Andresito, ese hombre que los dominó de la forma en que lo hizo, que fue tan humillante? Tan así fue que Pampín –el real leal Pampín–, el hombre que admiraba la corona, lo sintió como un ultraje y escribió un precioso documento histórico en el cual desde el título –muy largo, ocupa casi toda la carátula– anuncia la desgracia que fue el período en el que, durante ocho
meses, Andresito Artigas y sus tropas controlaron el territorio de Corrientes. ¡Si habrá pasado agua en estos doscientos años bajo los puentes de la historia, que Andresito tiene en la costa de Corrientes un monumento gigantesco y recibe el homenaje y el respeto de los correntinos, a quienes supo mostrar, no sé si la vara de la justicia, pero sí la vara del enojo étnico, el enojo de quienes habían estado siempre abajo y siempre humillados y se habían empoderado junto con la Revolución Oriental!
Si un sentido tiene que desde Uruguay homenajeemos a Andresito Artigas con esta elevación de su grado militar, es captar lo que Andresito significa como símbolo político. Si no se ofende el comandante en jefe, me gustaría que una ley como esta trascendiera más allá de lo meramente militar. ¿Por qué? Porque es probable que solamente doscientos años después se pueda decir que esto es un símbolo poderoso. Un símbolo es una señal, la adecuación de una imagen, de una figura, con un concepto del que se espera que, por lo menos, comporte un significado moral. Este significado que puede tener Andresito Artigas solo puede ser entendido en clave histórica. ¿Qué nos dice la clave histórica? Andresito perteneció, como todos los indios tapes, al sistema jesuítico; fueron ingresados por los padres de la Compañía de Jesús, que les enseñaron, bajo un régimen bastante amoroso –pero que no dejaba de ser de evangelización y, por lo tanto, de dominación–, a aceptar un nuevo dios, un nuevo orden y, sobre todo, un criterio de productividad muy distinto al que ellos habían tenido. El sistema misionero es el origen y la clave de la riqueza ganadera de nuestro país, pero generalmente no recordamos –salvo por la estatua de Hernandarias, bastante olvidada, que se encuentra contra la costanera– que nuestra riqueza es de origen guaraní. Los primeros que sometieron, en este hermoso y riquísimo sistema de pastizales, los animales a rodeo y enseñaron a reproducir esa riqueza, fueron los misioneros.
Andresito, como todos los hombres de su etnia, como todos los tapes, vivió luego la espantosa crisis que sobrevino cuando los padres son expulsados por la corona española y queda en un estado de orfandad que, desde el punto de vista político, solo tiene que recordarnos una cosa: los misioneros fueron mansos; la mansedumbre fue su rasgo mayor, y Artigas los diferenciaba con toda claridad. Para él había indios bravos, que eran buenos para la pelea, y luego estaban los indios mansos. Había guerreros guaraníes, pero los «bravos, bravos», que era esa guardia pretoriana a la cual entregaba su máxima confianza, eran los temibles charrúas o, en algún momento, los abipones o los guaycurúes, los terribles indios del Chaco que invita a Purificación en el cenit de su poderío político.
Los guaraníes fueron, fundamentalmente, indios de gran mansedumbre, indios que vivieron esa crisis por el desarraigo del sistema misionero, diluyéndose, mestizándose, condoliéndose de su suerte y huyendo hacia los diversos puntos cardinales. Algunos vuelven a los montes; otros se transforman en una poderosa vena que alimenta el fenómeno social del gaucho; los hombres sueltos que, profundamente mestizados, vagaban por la campaña con su sistema económico absolutamente depredador. Luego los enalteceríamos porque se convirtieron en soldados al servicio de la revolución, pero desde el punto de vista económico el gaucho era un signo preocupante y, sobre todo, insisto, de depredación.
¿Cuándo salieron de esa mansedumbre? Es muy importante saberlo para que esta ley dé desde este lado de la orilla –del otro lado ya está recibiendo honores hace mucho tiempo– también una señal acorde. Salieron de la mansedumbre cuando se insertaron en el sistema artiguista, que fue un sistema de una revolución profundamente popular e igualitaria, escandalosamente igualitaria. Lo que más escandalizó fue eso de que vamos a ser todos iguales de aquí en adelante y todos juntos, en igualdad, vamos a ingresar en el sistema que deja detrás a los súbditos y a la lealtad como una modalidad de vinculación social e ingresa a cada persona en un camino infinito, frondoso, siempre a cultivar, que es el de la ciudadanía. La ciudadanía se forja; la ciudadanía se vigila; la ciudadanía se cuida; y la ciudadanía exige una participación y una actividad constante que es todo lo contrario a la mansedumbre del que le es leal a una persona y obedece todo lo que de él proviene, a fe ciega. La ciudadanía es, precisamente, una suerte de incomodidad permanente, es un cuestionarlo todo y, por sobre todas las cosas, estar siempre en estado de vigilia.
Hay un historiador argentino, joven, talentoso, filósofo, con un aire de cierta locura maravillosa, que se llama Elías Palti y, cuando habla de los años de la independencia, los llama el tiempo de la política. Los misioneros, los indios tapes, los mansos indios tapes, salieron de la mansedumbre cuando ingresaron al sistema artiguista. Lo que Artigas les enseñó fue lo que de proactivo tiene la república, lo de compromiso regional que tiene la federación y, por sobre todas las cosas, yo diría que lo que más les enseñó es el estado de vigilia permanente que la ciudadanía reclama, y la ciudadanía como el más precioso prendedor que alguien puede ponerse en la solapa,
cerca del corazón.
Andresito Artigas puede ameritar muchísimas anécdotas y muchas alabanzas. Supongo que las militares las va a hacer el comandante Manini –le cedo esa derecha– y muchas otras las va a contar Mario Cayota, que es un profundo estudioso del tema.
Me gustaría centralizar mi imagen de Andresito en torno al episodio más problemático que fue, precisamente, la ocupación de Corrientes. ¿Por qué? Porque en Corrientes, las tropas artiguistas, hacia el año 1818, cuando Artigas era un poder ya claramente en declive –es claro para el profesor de historia con el diario del lunes, cuando no, con el del martes–, todavía daban una pelea muy porfiada y feroz bajo amenazas portentosas: los portugueses, veladamente los paraguayos –a quienes tenían esperanzas de sumar al sistema, pero no era seguro que lo hicieran– y, por supuesto, esa daga que bajo el poncho tenían Buenos Aires y su centralismo, de donde presuponían que podía venir un ataque mayor, como efectivamente vino.
Bajo ese panorama Artigas pierde Corrientes y el comandante Méndez es sustituido por el comandante Bedoya, alguien que hizo una entrada y una conquista militar muy cruel, pero fue infinitamente menor a lo cruel que fue la despedida que hizo del territorio de Corrientes.
Cuando Andresito recibe la orden de Artigas de recuperar esos territorios, lo hace, en una batalla bastante cruenta –como todas en el período final del artiguismo–, pero sobre todo porque Bedoya en su retirada no hizo sino destruir todo aquello que no podía conservar. No solamente destruyó sino que se encargó morosamente de hacer prisioneros a un centenar de jovencitos –algunos de ellos directamente eran niños de 9, 10, 14 años– a los cuales arrió junto con sus tropas en la retirada para que oficiaran –dijo– de sirvientes en las clases altas, en las casas de pro de las familias de Buenos Aires, criollos y criollos de la Revolución de Mayo, pero todavía aferrados a sus
prerrogativas de clase alta. Así que acarreó con todos ellos. El enfrentamiento con Andresito impidió que llegaran al estado de esclavitud. Cuando Andrés fue a recuperar Corrientes, entra en la ciudad con mucha precaución de no asustar a la población, porque él sabía lo que eso podía significar para una ciudad criolla, blanca, muy aferrada a sus prerrogativas raciales, como era Corrientes. Así que desmontó del caballo, por lo menos cinco leguas antes, entró con las bridas en la mano, con todo el mundo lo más silencioso posible; el que tenía alguna lanza la tenía que llevar, no en ristre, sino baja, dando visibles señales de que venía en son de paz. Lo recibió el Cabildo –a regañadientes y sin ganas, pero lo recibió–, hicieron un maravilloso brindis, hubo misa, hubo tedeum y dio una vuelta triunfal a la plaza; algunos vecinos habían ido por su propia voluntad y, otros, por el pelirrojo Campbell, aquel que se había descastado de las filas inglesas, que se había convertido en uno de los más fieles soldados artiguistas y que comandaba la flota del Paraná, sin que se dejara de ver de lejos que era un enorme pelirrojo que evidentemente no era ni indígena ni criollo, pero él se vestía a la usanza de los gauchos artiguistas y se mezclaba con ellos. Según dice Robertson era tan rojo que tenía pellejos en los labios de exponerse al sol y una figura absolutamente feroz; todo el mundo le tenía mucho miedo porque era muy hábil con el cuchillo. Con esa estampa y con sus soldados que, de a ratos se transformaban en marinos y de a ratos en centauros que defendían el territorio, obligó a las familias más importantes a que estuvieran presentes. ¡¿Y quién le iba a decir que no a Campbell, que calzaba en la cintura un cuchillo que, sin duda, asomaría por detrás de esta tarima si yo lo llevara puesto en este momento?! Así que accedieron a la plaza, al brindis, al tedeum, recibieron el tímido y desangelado aplauso de las clases altas, obligadas a ir, y luego Andresito eligió dónde establecer su cuartel general: en la casa del padre de Bedoya, para la humillación de aquellos que los habían humillado tanto durante tanto tiempo. Sin embargo, Andresito hizo bastante buena letra; quiso ser bien recibido. Tomó medidas eficaces como jefe y gobernador de la localidad: mejoró las relaciones con el puerto e impidió que trajeran y circularan mercaderías de ese Paraguay que no se sumaba al sistema; puso impuestos que a la clase alta no le gustaron; abrió inmediatamente todos los comercios y restableció la normalidad en la ciudad. Asimismo, liberó a todos los indígenas que estaban en situación de servidumbre en la casa de quien fuera, sin argumento alguno que pudiera contradecir esto, es decir
que fueron liberados todos por igual. Cerró su desfile de ingreso con una enorme tropa, muy desangelada y desharrapada, pero imponente en número, que era cerrado por aquel centenar de jovencitos que habían sido arrancados de sus familias y que habían sido llevados por Bedoya con la intención de esclavizarlos. Fue la primera señal; a los pocos días dio la segunda y mandó que a las familias más pudientes les sacaran a los niños de la misma edad y en el mismo número que aquellos niños indios que habían secuestrado. Corrientes vivió una semana de terror pensando qué había pasado con sus hijos, y a la semana se los devolvió sin un rasguño. Les hizo una arenga –pues era un gran orador y también escribía muy bien; había tenido una educación diferente y bastante elevada para lo que era habitual en la época– en la que les dijo: «Llévenselos, pero esto es para que no se olviden de que las madres indias también tienen corazón». Mezclando el golpe con el intento de abrazo, el amedrento, pero queriendo demostrar la buena fe, intentó una obra teatral importante. Así que no se le ocurrió nada mejor que «Las confesiones de san Agustín» y les pidió a unas hermanas inglesas, las señoritas Postlewaite, que vivían en Corrientes, que le ayudaran y que le hicieran los trajes de ángeles con los que iba a vestir a sus actores y músicos indios, para un espectáculo que aun las familias más altas correntinas reconocieron que fue hermosísimo y de gran calidad, porque los guaraníes tenían un refinado oído musical. Para disgusto de Andrés, las clases populares de Corrientes disfrutaron el espectáculo, pero no las clases altas porque ninguno fue. Ese dolor y esa afrenta fue algo que no pudo tolerar, así que al día siguiente llegó el otro castigo, que fue llamar a golpe de tambor a la clase alta y poner a todos los hombres de clase alta, esos hombres de pro, de levita, de servidumbre, de casona familiar, de riquísimas haciendas, a recoger con sus propias manos, sin herramienta alguna, todo el pasto que había en la inmensa y desmelenada plaza central de Corrientes. Bajo el sol más tórrido, les hizo arrancar con las manos toda la mugre; los humilló, hizo que la guardia se burlara de ellos y completó el espectáculo a la noche, llamando a las señoras de quienes habían trabajado todo el día para que se prestaran a bailar con sus soldados. Así que señoras blanquísimas, empolvadas, perfumadas, de clase alta, tuvieron que bailar en forma extenuante, durante horas, con todos y cada uno de los soldados indios y con todos y cada uno de los soldados negros de la guardia más selecta que acompañaba a Andrés Artigas.
A los pocos días la emergencia política llamó a Andresito lejos de Corrientes, y tuvo que concentrarse en otro lugar. Artigas preparaba un ataque contra territorio portugués y ese ataque contaba con las fuerzas misioneras como clave militar. Antes de irse les hizo una amenaza más: «Miren que me voy, pero tengo dos brazos y dos manos. Con una puedo doblar el brazo de los brasileños y con la otra todavía puedo aplastar a cada uno de los criollos que crea que puede con mi pueblo y que puede desconocer mi magnanimidad». Ustedes entienden ahora por qué me sorprendí tanto cuando vi el monumento a Andresito en la costa correntina. Durante mucho tiempo se recordó este episodio, que no es otra cosa que un estertor de dolor de los grupos étnicos que durante tanto tiempo habían estado supeditados. Y no es otra cosa que un signo que, sin duda hoy espanta a los ojos de nuestra democracia, que no admitiría un castigo ejemplar de ese tipo porque manejamos otros códigos; no en vano han pasado doscientos años. Pero el signo que hay detrás es cuánto dolor había en la puerta por la cual estos hombres ingresaron a la ciudadanía activa y de vigilia permanente de las conquistas sociales que habían hecho.
Andresito Artigas ha sido reivindicado, como decía, en Misiones y en el territorio argentino, a veces con signos que a los historiadores nos producen cierto escozor porque, como saben, el pasado tiene, como dice José Rilla, a veces un porvenir que espanta. Rilla se refiere a los usos políticos del pasado. Como uruguaya de convicciones democráticas muy acendradas tengo la absoluta tranquilidad de que lo que emana de este cuerpo legislativo está más allá de los usos inmediatos, fáciles y retóricos de la historia. Sé que en esta disposición que ustedes han decidido hoy hay sencillamente un símbolo político de envergadura, un signo que dice con qué alegría recordamos a los misioneros en clave regional de integración natural, como era la de aquella época; hoy tenemos que hacer una integración que va en contrasentido de los compartimentos estancos de los Estados nacionales, porque eso construimos orgullosamente a lo largo de doscientos años. Para ellos todo eso no existía y la integración era algo muy natural. Este es un homenaje a esa integración y al largo, frondoso, siempre complejo y en tren de transformación, camino que exige la ciudadanía. Quizás el comandante se me enoje porque yo, detrás de una elevación a grado de general, solo vea ciudadanía, pero al fin y al cabo creo que no, porque estos hombres –me refiero a los hombres del proceso independentista– no hicieron otra cosa que ser un pueblo en armas. Y como pueblo en armas entramos a la historia. Y como pueblo en armas nos constituimos como un país independiente.
Entonces, con muchísimo orgullo, diría: ¡Salud Andresito; al general!
Muchas gracias.
(Aplausos).

SEÑORA MODERADORA.- Muchas gracias.
Continuando con nuestros distinguidos panelistas, tiene la palabra el comandante
en jefe del Ejército, general Guido Manini Ríos.

SEÑOR MANINI RÍOS. – Buenas tardes.
En primer lugar, quiero decirle a mi querida profesora de tanto tiempo, Ana Ribeiro, que no me enojo para nada; al contrario. Andresito es un personaje que tiene varias facetas, por supuesto que la faceta política y su actuación como gobernador en esa instancia en Corrientes en cierta forma es descollante; además tiene una faceta militar.
Voy a hablar como representante del Ministerio de Defensa Nacional, que fue el que tuvo la iniciativa de ascender a Andresito a la jerarquía de general. Por lo tanto, necesariamente voy a tener que hacer cierto hincapié en la faceta militar de Andresito. Creo que para entender la importancia de este ascenso que se propone, de este homenaje que quiere hacer la República Oriental del Uruguay a Andrés Guacurarí Artigas, es necesario comprender por qué es importante en nuestra historia la figura de Andresito. Y para ello tenemos que comprender la importancia que tenían las misiones y los misioneros en el proyecto artiguista. Tenemos que mirar el proyecto artiguista desde las misiones y no desde los puertos del Plata. Acostumbrados, como estamos todos, a circunscribir a Artigas a las fronteras del Uruguay actual y a recluirlo en la plaza Independencia, muchas veces no nos damos cuenta de importancia de la visión geopolítica de Artigas, que se centraba concretamente en las misiones.
Quiero comenzar estar disertación leyendo un párrafo de lo que decía el historiador Oscar Bruschera al respecto: «Cuando llegó la hora de la ruptura definitiva con Buenos Aires, Artigas debió llevar a la práctica su visión integradora en el creciente ámbito geográfico de su directa influencia. En el ancho marco de las provincias vertebradas por el Uruguay, el Paraná y el Paraguay, el centro de la visión geopolítica de Artigas eran las Misiones. En esta región el caudillo había acuñado sus experiencias esenciales, interpretando claramente su doble condición de nexo interregional y de frontera viva entre las jurisdicciones políticas de la América austral».
Las Misiones eran la clave de bóveda del sistema federal. Con las Misiones se ganaba al Paraguay para la unidad del Plata; con las Misiones se accedía a las provincias del norte argentino. Por las Misiones se sacaba la producción de una vasta región que incluía el actual sur del Brasil, y con las Misiones se mantenía la frontera viva que frenaba el incesante avance portugués. Esa era la importancia de las Misiones, geopolíticamente hablando.
Pero la experiencia de las Misiones en sí merece un capítulo aparte. Las Misiones fueron creadas por aquel gran caudillo criollo que fue Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, que hizo mucho más que introducir la ganadería en nuestro país. Creó un sistema de reducciones, como se llamó, en el que los padres –en principio domínicos y después jesuitas– evangelizaron a los naturales y les cambiaron ciertas costumbres como la antropofagia o el alcoholismo, estimulándoles, dicho sea de paso, la infusión del mate, que después se difundiría tanto en la región.
Las Misiones fue una experiencia de convivencia pacífica que duró casi dos siglos, prácticamente lo que nosotros llevamos de vida independiente. Las Misiones levantó la admiración de muchas personalidades del mundo entero, incluyendo a connotados enemigos de la Iglesia católica, como fue el caso de Voltaire. Los indios en las Misiones cultivaban un trozo de tierra propia –el amambaé– y una tierra mayor, que era del común –el tupambaé–, que era para asistir a los huérfanos, a los necesitados. ¡Si habrá sido importante y habrá tenido sentido social esa convivencia que se dio en unos treinta pueblos, reuniendo a más de cien mil habitantes!
Quiero, al respecto, leer un párrafo de lo que decía el gran pensador uruguayo Alberto Methol Ferré, refiriéndose a esta experiencia de las Misiones. Él decía: «Así puede caracterizarse, en rasgos muy generales, el régimen imperante en las Misiones del Paraguay. Una élite sacerdotal tuteladora y servicial basada en el consentimiento indígena, racionalizaba y planificaba la economía, cuya motivación no era el lucro sino el establecimiento de las bases sociales de sustento, relativamente constantes, para la incorporación del indio a una vida cristiana. Esta extraordinaria experiencia de jesuitas y guaraníes, que fueron de una excepcional solidaridad mutua, señala uno de los más grandiosos intentos del hombre para promover el desarrollo de un pueblo primitivo, dentro de la justicia social y el respeto, a tal punto que no existió la pena de muerte. Pero los sistemas de dominación iban a aplastar pronto esta singular comunidad evangélica, que ha hecho evocar en la literatura todas las utopías comunistas imaginadas».
José Artigas entendió perfectamente el significado de las Misiones y la importancia que tenían. Se había propuesto restablecer el sistema de la república guaraní misionera, a tal punto que había ordenado desterrar de los pueblos indios a los blancos para que los indios se pudieran gobernar por sí mismos a través de sus cabildos. Artigas no solo quería restablecer este sistema en las antiguas Misiones jesuíticas, sino también llevarlo a todos los pueblos de indios. Y fue más allá: ordenó al gobernador de Corrientes que les repartiera tierras, diciendo: «Ellos tienen el principal derecho». En ese momento hizo, una vez más, una verdadera opción preferencial por los pobres. Esto diferenció notoriamente a Artigas de otros próceres continentales, que no estaban nada dispuestos a darles tierras a los indios; más bien pretendían sacárselas, exterminándolos si fuera necesario.
De más está decir que esta visión de José Artigas sobre las Misiones despertó una adhesión incondicional en el pueblo misionero, que va a rayar en la veneración. Ya en derrota, en 1820, Artigas pasaba por los pueblos misioneros y los viejos, los niños, los adultos, todos, salían del pueblo a pedirle la bendición. Esa es la importancia que tenía este sistema y va a marcar, notoriamente, la vida de Andrés Guacurarí. Él va a nacer el día de San Andrés, el 30 de noviembre de 1778, en una localidad llamada San Francisco de Borja, nombre que con el tiempo va a ser abreviado a San Borja, ubicada al este, es decir, al oriente del río Uruguay. En esa localidad –lo digo a título simplemente informativo– nacerá un siglo después uno de los más grandes estadistas brasileños, Getulio Vargas, y también allí va a nacer João Goulart, que fue presidente de Brasil. San Borja estaba al este del río Uruguay, o sea que formaba parte de ese vasto territorio llamado Banda Oriental que no tenía límites claros, ese difuso territorio que era la Banda Oriental. Por eso podemos decir, sin temor a equivocarnos, que Andrés Guacurarí nació oriental, tan oriental como Artigas, Rivera, Lavalleja, que más o menos en la misma época nacieron en la misma Banda, bastante más al sur. Creo que es importante, para entender el entorno en el que se cría Andrés Guacurarí, explicar algunos hechos traumáticos que habían ocurrido poco antes de su nacimiento y que iban a marcar toda su vida. En primer lugar, hay que mencionar una de las grandes tragedias continentales ocurrida un par de décadas antes de su nacimiento, la denominada guerra guaranítica, producto de un nefasto tratado que firma España con Portugal en 1750, por el cual España le cede a Portugal las Misiones orientales a cambio de la Colonia del Sacramento. Los indios guaraníes odiaban a los portugueses: los identificaban con los bandeirantes que durante casi dos siglos habían incursionado en sus pueblos para llevarlos como esclavos. Y se disponen a resistir con las armas en la mano. La guerra va a ser sangrienta; va a ser de masacre. Va a haber dos grandes batallas –Chumiebí y Caibaté–, en las que un ejército coaligado de portugueses y españoles va a terminar con el mundo guaraní conocido. Miles y miles de guaraníes van a dispersarse por la región, muchísimos de los cuales van a venir a nuestro territorio, se van a juntar con algunos pocos que ya existían y van a salpicar toda nuestra geografía con sus nombres. Cerros, arroyos, ríos, van a llevar nombres guaraníes, incluyendo el propio nombre de nuestro país.
El otro hecho traumático a que hacía referencia, ocurrido una década antes del nacimiento de Andresito –ya lo mencionó la profesora Ribeiro–, fue la expulsión de los jesuitas. Ellos fueron acusados, entre otras cosas, de haber instigado a los indios en esta guerra guaranítica de la que hablamos, y producto de un movimiento internacional nacido en Europa, los jesuitas van a ser expulsados, con lo puesto, de golpe, en 1767. Como en Europa habían sido echados de varios países, terminan su periplo bajo los dominios de Catalina «La Grande» de Rusia, allá por Lituania, Polonia.
Estos dos hechos: guerra guaranítica y expulsión de los jesuitas sumado al nuevo régimen que se instaura de la mano de otra congregación religiosa, un régimen basado en el individualismo, a lo que se suma el latrocinio de los nuevos administradores de las Misiones, va a significar el principio del fin del sistema misionero. Nótese que el sistema misionero no implosiona, no cae como el muro de Berlín, cayó víctima de una conjura internacional que termina expulsando a los principales sostenedores del sistema. Volvamos un poco a Andresito, quien siendo chico, cuando no tenía uso de razón, fue llevado por su madre frente a Santo Tomé donde va a recibir la primera instrucción de parte del cura del pueblo. El recibe una instrucción elemental, pero va a destacarse en esa instrucción, va a ser una persona de una viveza muy especial y, como dijo la profesora, va a tener una caligrafía excelente; y él siempre va a estar orgulloso de esa cultura. Su carácter era el común en la gente de su raza, pero tenía una agudeza particular que lo destacaba. El escritor Miguel Martínez lo va a describir diciendo: «Como buen indio guaraní, Andrés era callado y taciturno. No sabía reír. Apenas dibujaba, de vez en cuando, una sombra de sonrisa en su rostro. Pero sus ojos tenían, en cambio, un fulgor singular. En el fondo de su mirada Artigas descubrió, sin duda, los signos inequívocos de su valor y lealtad; y descubrió asimismo, a través de las parcas expresiones del indio, al baqueano y al rastreador»
Siendo adolescente, se supone que Andrés Guacurarí abandonó Santo Tomé y se dirigió a las estancias del sur que estaban administradas por los jesuitas y que llegaban hasta nuestro territorio. Como lo dijo la profesora, era la época de la formación de ese nuevo personaje de nuestra campaña, de ese protagonista de nuestra vida rural que fue el gauderio, el gaucho. Se supone que fue en esa época en que Andresito conoció a Artigas, quien vio en él esa viveza particular, esa capacidad de incidir sobre sus pares, esa inteligencia natural. Artigas lo va a apadrinar y, en cierta forma, adoptar como hijo al punto de que Andresito va a firmar Andrés Guacurarí y Artigas e incluso hay documentos en el que él firma simplemente Artigas.
Así llegamos al año de 1815; ante la muerte de Blas Basualdo, Artigas debe designar quien lo represente, quien lleve sus ideas al territorio misionero, quien sea capaz de recuperar los territorios perdidos y no tiene a nadie mejor que a Andrés Guacurarí, quien es designado comandante general de Corrientes, no gobernador. Era un pueblo en armas, era un cargo básicamente militar. Andresito se va a instalar en Concepción, una localidad del norte de su territorio. Entre la gente que va a ir con él va a estar un personaje singular, fray José Acevedo, que va a oficiar como secretario y lugarteniente de él y, en cierta medida, se va a dar paralelismo con la figura de Monterroso junto a Artigas. Acevedo va a estar con él hasta 1818, después va a ser reintegrado por orden de Artigas y va a terminar siendo prisionero de los portugueses y preso en Río de Janeiro junto a Andresito. Acevedo va a estar con él hasta 1818, después va a ser reintegrado por orden de Artigas y va a terminar siendo prisionero de los portugueses y preso en Río de Janeiro, junto a Andresito. Ocupa Concepción y los pueblos aledaños y, de inmediato, una de las primeras acciones fue elegir los diputados para el Congreso que Artigas estaba convocando en el arroyo de la China, el famoso Congreso de Oriente. De esta forma empieza a vivir en Corrientes el artiguismo.
Andresito tenía en la memoria de su sangre la riqueza de la milenaria cultura guaraní, el recuerdo de la organización misionera jesuítica y, también, había incorporado los conceptos de patria grande aprendidos en torno a José Artigas. Andresito va a aplicar en los territorios y localidades que ocupa la implantación inmediata del viejo sistema de gobierno hispánico, a través de los Cabildos que, como lo dice la palabra, eran la cabeza de la ciudad. Incluían mucho más que lo municipal; abarcaban la vida en todos los órdenes, la policía, la instrucción, la milicia, todo lo que
concernía a la vida de una persona era regido por el Cabildo. El Cabildo era la demostración más popular y democrática de gobierno que haya existido en las épocas que estamos hablando. Todos los 1.º de enero se reunían los vecinos en la plaza y votaban a las autoridades que por un año iban a regir sus destinos. Al término de ese año, las autoridades debían someterse al juicio de residencia y pagar con cárcel si habían cometido algún error y, en algunos casos, lo hicieron hasta con su vida. Andresito era, antes que nada, un caudillo militar, y por eso va a ser comandante de la campaña. Su ascendiente provenía de su capacidad, de su prestigio pero, sobre todo, por ser el hombre de Artigas. Artigas, quien por lo que vimos anteriormente, veneraba al pueblo misionero, había designado a Andresito y eso le daba un poder, principalmente sobre su pueblo guaraní, máxime cuando se trataba de un igual, que era el que ejercía esa autoridad en nombre del General.
Quiero leer rápidamente un párrafo de una declaración de la Cámara de Representantes de Misiones del año 2012, cuando se trataba una ley por la que se imponía la imagen de Andresito en todos los edificios públicos y en todas las escuelas públicas. Ese párrafo dice: «Cuando la Revolución de Mayo expandió su estallido hacia las praderas orientales y el mundo vio surgir allí un caudillo patricio y gaucho como tantos otros llevando la bandera de la libertad hacia los muros de Montevideo, la ciudad puerto encerrada y aterida frente al surgir de los pueblos, pide ayuda para sobrevivir, al imperio lusitano y desde Río baja don Diego de Souza “para poner orden” como decían siempre los portugueses arrasando con vidas y haciendas de los territorios que pisaban, pero los guaraníes de las antiguas Misiones viendo a De Souza personificar al viejo bandeirante sintieron revolotear la masa de su sangre. Hacia el sur partieron para dar su apoyo a don José Gervasio Artigas quien encabezaba el amanecer de los futuros pueblos libres».
Andresito va a participar en distintas campañas militares contra tres enemigos distintos. Primero, contra los paraguayos que ocupaban territorios de Misiones, al sur del río Paraná; luego contra los portugueses, que será el centro de su lucha, el centro de su lucha, de su vida militar y, por último, va a enfrentar –como mencionó la doctora Ribeiro– a los aporteñados que habían derrocado al gobernador Méndez en Corrientes. Pero creo que es importante mencionar aquí cómo era la forma de pelear de Andresito a la cabeza de sus hombres. Esa forma no era otra que la aplicada por todos los contingentes federales a lo largo del siglo XIX y que fue despectivamente calificada como la montonera federal. Consistía, ni más ni menos, que en una guerra de guerrillas, en una guerra de recursos que buscaba golpear al enemigo más fuerte para provocarle bajas, robarle caballos, privarle de abastecimientos. Se daba la batalla solamente si se tenía mayoría o mayor fuerza y evitarla, en el caso de inferioridad. Esa era en esencia la montonera que Andresito va a aplicar a la perfección.
Veamos lo que decía el general José María Paz sobre esta forma de pelear que tanto aplicaron los guaraníes y que él tuvo que combatir, como jefe del bando unitario en varias oportunidades. Decía que los montoneros solían atacar de a dos. Uno permanecía montado y sostenía las riendas del caballo de su compañero que hacía fuego contra el enemigo. Si este tenía éxito, ambos cargaban sobre los rivales; de lo contrario, el que había disparado saltaba sobre su caballo y ambos desaparecían raudamente. En realidad un mismo cuerpo cumplía funciones de caballería y de infantería, de acuerdo a las circunstancias, lo cual dejaba desconcertados a los comandantes de tropas regulares que afirmaban que los federales luchaban sin orden ni estrategia alguna.
Eran montoneros, sí, pero los guaraníes eran un pueblo disciplinado, con experiencia militar, que durante más de un siglo y medio habían tenido que organizarse militarmente para rechazar a los esclavistas de San Pablo que venían a incursionar sus pueblos. Es decir que era un pueblo guerrero; manso, tal vez, pero guerrero, disciplinado y, sobre todo, fiel al máximo posible. La primera acción militar de Andresito por orden de Artigas fue desalojar a los paraguayos que ocupaban pueblos al sur de Paraná desde 1811. Van a aproximar sus fuerzas a Candelaria donde estaba el capitán Isasi de Paraguay y lo intimaron para que entregue sus armas. Ante la negativa de desarmarse, pretendiendo repasar el río con las armas, va a ser atacado y luego de un cruento combate, que va a durar tres horas, las fuerzas de Andresito ocupan Candelaria y de inmediato al haber caído la ciudad principal, van a caer otras localidades aledañas. Andresito un par de días después le escribió a Artigas eufórico contándole su victoria y le pide que le mande alguna nota o algo para darle más fuerza para disciplinar a la gente que estaba con él. Artigas le envía una proclama que dice algo así: Soldados, obedeced las órdenes de vuestro jefe. Respetad a vuestros oficiales. Manifestad a vuestros hermanos misioneros toda la afección con la que los amáis y de este modo el buen orden, el valor, la armonía y demás virtudes, os harán dignos de mejor suerte.
El territorio de Misiones estaba bajo el dominio de Andresito en su totalidad, pero se avecinaba la invasión portuguesa, la gran puñalada, la gran combinación de Portugal con Buenos Aires y Artigas lo sabía y le daba órdenes a Andresito para que se instalara en Santo Tomé, justo enfrente del territorio portugués, esperando el momento de lanzar el ataque. Artigas establece un plan de defensa, previendo esa invasión, en el que sus principales lugartenientes, en el sur, iban a tratar de detenerla. Artigas sabía que quienes venían eran inmensamente más poderosos y mejor armados y entrenados que su gente. Eran personas que habían quedado ociosas después de las guerras napoleónicas y venían a invadir ahora. Él planifica con Rivera, en la zona de la Angostura, con Otorgués, en la zona de la cuchilla Grande, Andrés Latorre en el noreste, Verdún en el norte frenar ese avance y llevarle la guerra al enemigo, más al norte, de la mano de Andresito. Él tenía el papel protagónico –fundamental en ese plan de Artigas– de llevarle la guerra a su territorio y buscar cortarle las comunicaciones a Lecor y al invasor portugués. Recibe la orden, una vez consumada la invasión de cruzar el río Uruguay y atacar a finales de agosto del año 1816. Cruza, tiene un par de combates menores –que vence– en San Juan Viejo y en Rincón de la Cruz, y se dirige a poner sitio a San Borja, su pueblo natal. Allí se encontraba el comandante portugués de la zona, el coronel Chagas, abroquelado, con un par de cientos de hombres. Andresito pone sitio a la localidad y lo intima a que se rinda, pero Chagas se resiste. Andresito fija el 3 de octubre para lanzar el ataque y en pleno combate llega un refuerzo portugués al mando del coronel Abreu y los indios guaraníes, mal armados, se dispersan, son derrotados y deben cruzar el río Uruguay.
Pocos meses después, en el año 1817, el marqués de Alegrete –gobernador de Río Grande do Sul– dispone a las tropas de Chagas a cruzar el río Uruguay y a atacar sistemáticamente, con una política de tierra arrasada, a todos los pueblos misioneros. Destruir, asesinar, esclavizar e incendiar todos los pueblos misioneros, fue la misión que recibió Chagas de parte del marqués de Alegrete. En la orden que le da, le dice: «Usted debe atacar a viva fuerza los pueblos de los insurgentes, destruir y quemar, demoler cualquier lugar que pueda servir de refugio a los mismos: capillas, guardias, estancias. Arrear todo el ganado y cualquier bien de valor y hacer cruzar el río a todas las familias y habitantes que se pudiera». Es de notar la diferencia que había en el trato con los habitantes de lo que hoy es nuestro territorio en la invasión y con los habitantes de las Misiones. En nuestro territorio, aquellos que no estaban perfectamente identificados con el artiguismo, fueron bien tratados. Incluso, el propio Lecor –jefe de la invasión– ordena a sus oficiales que se casen con damas orientales. De hecho, la hermana de Manuel Oribe se casó con un coronel portugués. En cambio, en las Misiones el trato era totalmente distinto; los portugueses sabían perfectamente que cada misionero era un fiel artiguista, hasta la muerte. No hubo cuartel con los misioneros, la orden allí fue saquear, incendiar, destruir, asesinar o esclavizar, es decir, que no quedara nada en el territorio misionero. Con esa misión –y dispuesto a cumplirla–, el coronel Chagas cruza el río Uruguay en enero de 1817 y ocupa el pueblo de La Cruz: lo saquea, lo incendia, lo destruye. Lo mismo hace con Yapeyú –donde había nacido San Martín–, con Santo Tomé, y así sucesivamente. Andresito, ante la impotencia de ver que no podía salvar el territorio, trata de salvar a la población y comienza una marcha hacia el sur, en la que lo siguen miles y miles de indios guaraníes. Fue un verdadero éxodo del pueblo guaraní hacia el sur. Andresito se dirige al sur para buscar el contacto con Artigas. Los portugueses aprovechan esto y siguen hacia el norte y destruyen todos los pueblos que estaban sobre el río Uruguay, en lo que fue una verdadera política de tierra arrasada. Una vez que completa estas acciones, deja algunos de los pueblos que estaban en el interior, saqueados, pero sin incendiar como, por ejemplo, Apóstoles, San Carlos y San José. Posteriormente, Chagas vuelve a cruzar el río Uruguay, pasa a ser llamado ignominiosamente «el Atila del norte» por este tipo de acciones y se establece nuevamente en San Borja. Desde el sur, Andresito comienza nuevamente un movimiento hacia el norte para reconquistar el territorio. Esto pone nervioso a Chagas, quien vuelve a cruzar el territorio y se dirige al pueblo de Apóstoles –que sitia–, pero la resistencia de los guaraníes es feroz. En plena batalla aparece la caballería de Andresito, los portugueses son ahora los derrotados y, por lo tanto, vuelven a San Borja. De esta forma Andresito recupera su territorio, totalmente destruido. Sobre finales de año 1817, Artigas le ordena que vuelva a cruzar el río Uruguay para atacar a los portugueses, en el marco de una nueva acción ofensiva que pensaba emprender. Andresito va a cruzar el río, pero tiene que volver nuevamente al territorio misionero porque esta vez es Chagas el que se quiere anticipar a las fuerzas misioneras para completar la destrucción que había iniciado el año anterior. Ahora sí va a incendiar y a destruir los demás pueblos, Apóstoles, San Carlos, etcétera. En San Carlos la resistencia es terrible, tiene que recurrir a incendiar el pueblo, a incendiar los techos, a volar el polvorín. Finalmente, los indios son derrotados y ante la eventualidad de morir quemados lanzan un ataque desesperado que logra atravesar las líneas portuguesas, pero igual el comandante portugués ocupa y destruye los pueblos. En esta situación, Andresito pide apoyo al gobernador Méndez que manda al capitán Bedoya –de quien hoy hablaba la doctora Riveiro– que se subleva en combinación con Buenos Aires. Andresito se queda sin apoyo, debe atacar solo, y nuevamente es derrotado en Santa María. Chagas se retira a San Borja habiendo cumplido la misión de privar a Artigas de ese semillero de indios guaraníes, además de abastecimientos y de recursos: estaba tranquilo el comandante portugués.
Aquí viene el capítulo en que Artigas le ordena a Andresito recuperar Corrientes y reponer a Méndez –capítulo que tan detalladamente y en tan buena forma describiera la doctora Riveiro– en el que aparece la figura de Andresito en su calidad de gobernador, de jefe de una raza humillada durante tanto tiempo. En cierta forma le da una lección de vida a la oligarquía mercantil de Corrientes, que va a dejar una leyenda negra durante muchos años sobre su accionar en estos días, a pesar de que no hubo ni un desmán en esos siete meses que los guaraníes ocuparon Corrientes, porque Andresito se encargó de establecer severísimas medidas disciplinarias sobre sus soldados ante cualquier incorrección. En siete meses –dicen los historiadores– solamente se denunció el robo de un pañuelo, de unas baldosas del Cabildo y nada más.
Finalmente, Andresito recibe una vez más la orden de Artigas de cruzar el río Uruguay. Artigas veía que se estaban cayendo todos sus lugartenientes, varios habían sido presos, otros defeccionaban, por eso entendía que debía dar un golpe positivo, un golpe favorable, que lograra cambiar la suerte de esa campaña. Y así es que Andresito emprende la campaña final: cruza el río Uruguay, cae por sorpresa en la localidad de San Nicolás –al norte de San Borja–, los portugueses sorprendidos abandonan hasta la artillería, y San Nicolás queda en manos de Andresito. Chagas desde San Borja intenta recuperar el pueblo. Llega al pueblo y no ve a nadie, parece que estuviera abandonado, lo bombardea, nadie reacciona. Cree que los guaraníes se fueron. Ingresan sus avanzadas, y salen de las casas los guaraníes de cuanto refugio había, y le infringen una total derrota al portugués. Andresito había triunfado, pero esta victoria era parcial ya que él había perdido la comunicación con Artigas. Entonces, divide su gente, se dirige al sur y es derrotado en Itacurubí por Abreu; su segundo –Vicente Tiraparé–, que había quedado en San Nicolás, abandona la localidad ante la imposibilidad de mantenerla militarmente. Los guaraníes se dispersan esperando el momento oportuno para volver a repasar el río Uruguay hacia su base, hacia su territorio. Es en ese intento de volver a Misiones, en el Paso de San Lucas, el 24 de junio de 1819, en que es capturado Andresito. Esa captura los portugueses la celebran más que una victoria militar.
El conde de Figueiras, que era el nuevo gobernador de Río Grande do Sul, va a decir: «Con la prisión del jefe del partido insurgente, que dos veces había invadido esta provincia, ahora considero esta frontera libre de ser inquietada». Habían quedado tranquilos los portugueses; había caído Andresito. No lo respetaron. Lo llenaron de vejaciones y de malos tratos en su traslado, primero hasta Porto Alegre, y después hasta Río de Janeiro. Y ahí, en Río de Janeiro, como describió la profesora, se va a perder en una nebulosa el final de Andresito. No se conocen exactamente las circunstancias de la muerte de Andresito. Hay suposiciones. Hay, incluso, quien dice que pudo haber vuelto, pero no hay certeza alguna. Quiero terminar haciendo una valoración final: si Artigas y el artiguismo representan lo nacional y popular de la revolución hispanoamericana, no cabe duda de que Andresito y los misioneros fueron parte de ese elemento humano por el cual el artiguismo peleó. Formaban parte de esa América mestiza, que fue la protagonista verdadera de la revolución hispanoamericana. Andresito simbolizó la lealtad, la lealtad del comandante, de un comandante que muchísimas veces debió emprender acciones militares –algunas de las cuales mencioné casi hasta el cansancio– en inferioridad total de condiciones. Pero jamás Andresito le dijo a Artigas: «Eso no lo puedo cumplir».
Orgulloso de ser protagonista de los planes de su padre adoptivo, siempre emprendió, así le costara la muerte de muchísimos de sus hombres y poniendo en juego su vida. Quiero terminar leyéndoles un párrafo de esa declaración de la Cámara de Representantes de Misiones del año 2012, en la que se hace alusión a este final de Andresito. Dice: «Fue una expresión tan representativa de los misioneros que cuando Andresito se encontró con la muerte, sus pueblos libres volverían de nuevo a emigrar hacia el desamparo y el silencio. A partir de aquel día las fuerzas poderosas que lo habían combatido para expandir sus intereses lo taparon con una campaña minuciosa de silenciamiento, cuando no de calumnia e infamia alrededor de su figura histórica».
Muchas gracias.
(Aplausos).

SEÑORA MODERADORA.- Muchísimas gracias por sus palabras.
A continuación escucharemos al profesor Mario Cayota.

SEÑOR CAYOTA.- Difícil es hablar último y, sobre todo, después de dos estupendas exposiciones como las que hemos tenido hasta ahora y que ustedes han escuchado con tanta atención. Sin duda son dos extraordinarios historiadores porque me consta que el señor comandante también lo es.
Ser el último también tiene sus ventajas: sé que más allá de la brillantez de los anteriores expositores, uno es el último, así que no hay otros expositores. Para colmo, yo tengo un estilo bastante arborescente, con muchas anécdotas, todavía más de las sabrosísimas que nos ha dado en su brillante exposición la doctora Ana Ribeiro. Voy a leer porque tengo que ponerle límite a ese estilo arborescente con el cual puedo desbordar incluso el tiempo que razonablemente se espera que uno tome. También voy a obviar todo protocolo, por lo cual pido disculpas, porque si no me alargaría más todavía ya que aquí hay figuras muy representativas escuchándonos. Sí quiero explicar, previo a las reflexiones que voy a hacer sobre Andresito, desde dónde voy a hacerlas, cuál es el lugar que elijo para analizarlo. Y para eso dicen que siempre queda muy bien hacer una cita célebre. Quisiera empezar estas reflexiones con aquello que afirmaba –y que ustedes seguramente conocen– el filósofo Ortega y Gasset, cuando decía que a la verdad se llega a través de una suma de perspectivas. Y sabemos –incluso se ha hecho alguna referencia a ello– que en el caso de Andrés Guacurarí y Artigas las perspectivas historiográficas han sido diversas. Entonces, en la búsqueda de la deseada verdad nos proponemos, con humildad y también con mucho respeto, sumar nuestra perspectiva a esa –diríamos– variopinta visión que ha suscitado la controvertida figura de Andresito –porque es controvertida; basta ir a Corrientes– entre los historiadores que hasta él se han acercado. No lo haremos –lo confesamos– con indiferencia y frialdad. Debemos decir, también, con franqueza, que si bien respetamos y valoramos –por los aportes que han ofrecido en sus trabajos– a las corrientes positivistas, no nos identificamos con ellas cuando aducen que en el análisis de los hechos debe excluirse toda valoración axiológica. Nosotros discrepamos con eso porque hasta para confeccionar una simple cronología, quien lo hace parte de un determinado sitio; no está en la estratósfera. Nos preguntamos por qué se eligen ciertos hechos y se descartan otros para componer la estructura ósea del acontecer, de la cronología que va a confeccionarse. ¿Acaso, por ejemplo, asignarle importancia –o no– a un hecho histórico para ser registrado no supone ya un juicio de valor? ¿Por qué elegir este y no el otro? Nos parece –eso sí– que lo que se le puede exigir a un historiador es que no sea tendencioso, que no manipule los hechos para integrarlos en un esquema prefijado.
Henri Pirenne recordaba que el historiar es siempre un mirar situado. Entonces, siguiendo el criterio del renombrado y respetado investigador belga, ¿desde dónde nosotros deseamos mirar a Andresito? ¿Desde qué sitio? ¿Desde qué lugar? Desde su pueblo guaraní. Y esa no es una decisión caprichosa, ya que desgajar al caudillo misionero de la sufrida historia de la comunidad guaraní es amputarlo y empequeñecerlo. Él es expresión de sus anhelos, de sus valores, de su dolor. Ya se ha dicho que Andresito Guacurarí adoptará, como manifestación de admiración y aprecio –sabemos que era costumbre común en esa época–, el apellido del caudillo oriental. Pero no solo llevará su apellido, sino que en su corazón indio llevará el sentir y los ideales del prócer. También, como se ha dicho, muy probablemente había nacido en el año 1778, en el pueblo misionero de San Borja, uno de los siete pueblos ubicados en el norte de la vieja Banda Oriental. También sabemos que la Banda Oriental, como se ha dicho, era mucho más grande de lo que hoy es nuestro país. Por ejemplo, la actual ciudad de Paysandú constituía un puesto misionero, y del río Negro para arriba, todo ese gran territorio formaba parte de la jurisdicción misionera que tenía como capital el pueblo de Yapeyú.
Cuando Andresito nació hacía diez años que la República Guaraní Misionera había desaparecido, pero en los pueblos guaraníes no se había extinguido la memoria de lo que había sido esta república. Y en el corazón y en la mente de Andresito estaba presente esa memoria. Eso se evidencia a través de su numerosa correspondencia; no es algo que se nos ocurre decir a nosotros ahora. Andrés Guacurarí quería restablecer esta república; hay oficios y cartas que lo dicen expresamente. Va a encarnar los anhelos más profundos de los pueblos guaraníes y eso será sin duda lo que también le suscite tantos y tan poderosos enemigos. Los guaraníes se sentían identificados con el estilo de vida gestado por sus pueblos durante más de un siglo, siglo y medio, y no querrán abandonarlo. Tengamos presente que ya expulsados los jesuitas, el Cabildo Misionero de San Luis, en carta dirigida al gobernador Bucarelli, le pedirá dramáticamente que no acabe con la experiencia comunitaria vivida durante tantas décadas. Ellos dicen: «Porque no es nuestro gusto el vivir como los europeos, que solo miran para sí y no se ayudan unos a los otros en sus necesidades». Hay aquí un pronunciamiento muy claro por una auténtica cultura solidaria. Nos atrevemos a decir que no es posible entender cabalmente a Andresito, si no conocemos la historia de la República Guaraní Misionera y, como afirmaba el recordado Methol Ferré, ni siquiera podemos comprender íntegramente a Artigas si lo aislamos de esta realidad geopolítica misionera y solo miramos el proyecto artiguista desde Montevideo. ¡Ese terrible daltonismo histórico! No idealizamos esta experiencia misionera. Sabemos que, como toda obra humana, tuvo sus falencias y errores, pero no podemos desconocer lo que en este amplísimo territorio se vivió durante más de un siglo y medio, por más de cien mil personas. ¿Qué es Montevideo? ¿Qué es la Banda Oriental al sur frente a esas cien mil personas que vivieron durante más de un siglo y medio? Prontamente, en lo que antes era una tupida selva, emergerá un observatorio –¡un observatorio en medio de la selva!– y también una imprenta –¡varias después!–; asimismo, gran cantidad de talleres de donde saldrán valiosas obras de arte –que todavía admiramos; andan por Europa algunas de ellas–, como en otros se construirán excelentes instrumentos musicales, hasta órganos –hoy hay solo un organero en todo el Uruguay, porque es muy difícil arreglar órganos; y pensemos que se hacían–; también campanas, como las que puede observarse en el atrio de la iglesia de Paysandú, y otra que quedó enterrada en el río Uruguay. A su vez, serán famosos sus herbolarios, como su orquesta y estupendos coros. Todo ello trabajando siete horas por día animados por el toque de la flauta y los tambores indios, teniendo el domingo y el sábado como feriados, junto a otros muchos días no laborables. A esto se sumará el desarrollo económico alcanzado, sus imponentes yerbales y algodonales, la cuantiosa ganadería, las plantaciones de tabaco, de maíz y de mandioca, y la maravillosa artesanía que hasta hoy se conserva.
Las ruinas de sus pueblos muestran todavía su grandiosa arquitectura. El arte del llamado estilo guaraní-misionero, en su estatuaria, evidencia a qué altura artística llegaron los escultores capaces de esculpirla, sin olvidar –no seríamos justos– el primoroso trabajo de las mujeres guaraníes en sus labores textiles. Todo esto estaba basado en una cultura que tenía como fundamento, que estaba animada por fuertes valores de dimensión comunitaria y solidaria. Aquí se encontró la tradición guaraní con lo que los padres jesuitas aportaron. Habría mucho para decir sobre todo esto, pero acá me detengo. Es un tema de miscegenación cultural. El desarrollo alcanzado no se hizo sin sobresaltos y no es posible eludir esta historia, por momentos dramática, e incluso trágica, cuando nos referimos a Andrés Guacurarí, porque solo de este modo, reiteramos, podremos comprender al caudillo guaraní y la gesta que protagonizara. Ya en los orígenes de su nacimiento, las Misiones sufrirán los embates de la codicia esclavista. Ubicadas en el Guaira –allá en el norte–, situadas entre las confluencias de los ríos Paraná y Pirapó, en el año 1631 serán invadidas por los temidos y crueles bandeirantes que las depredarán, tomando prisioneros a numerosos indios e indias que llevarán como esclavos a San Pablo. El saqueo y la matanza –ya en ese momento– llevados a cabo por esas hordas, obligarán un primer éxodo. ¡Cuántos éxodos hay en la historia de nuestro pueblo oriental! ¡Porque este pueblo es nuestro también, como nosotros somos ellos! Quiero hacer un paréntesis. Ustedes piensen, por ejemplo, que cuando se funda el Instituto Histórico y Geográfico, en la década de 1840, su presidente – ¡un intelectual, sin duda, pero totalmente europeizante! –, Andrés Lamas, al dirigirse a su auditorio y a los socios fundadores, les dice: «Una de nuestras tareas es aprender, estudiar a fondo, nuestro guaraní, porque más de la mitad de la población del Uruguay todavía lo habla». ¡Más de la mitad! ¡En 1840 todavía se hablaba el guaraní! Lo dice alguien insospechado, porque era una persona con una cultura muy europea. No tenía ningún interés en favorecer la cultura guaraní; sin embargo, lo impone como una tarea. Esto fue en 1840, reitero, cuando se fundó el instituto.
Prosigo. Después, el éxodo llegará cuando las Misiones terminen, cuando Andresito resulte muerto. Pienso que así fue. Los guaraníes se desparramarán por todo el Uruguay. De eso hay pruebas muy grandes.
De este modo, entonces, con el éxodo, crecieron los pueblos de Corpus, Candelaria, San Javier, La Cruz, Yapeyú, Concepción y Santa María la Mayor, en la Mesopotamia argentina. Posteriormente, con el correr de los años, nacerán en las Misiones Orientales los pueblos de San Borja, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel y San Juan. Son los conocidos siete pueblos misioneros nuestros. Es un período sosegado, donde no se advierte la más mínima rebelión indígena y no se constata ningún ajusticiamiento –como lo ha dicho el general Manini Ríos–, porque no existía, en el sistema penitenciario que rigiera las Misiones, la pena de muerte. Creo que era uno de los pocos lugares en donde no existía.
No desconocemos las críticas propias de cierta historiografía hostil a la República Guaraní Misionera; no las desdeñamos, no las olvidamos, pero no es el caso ahora, en esta evocación a Andresito, ponernos a comentarlas, aunque lo hemos hecho en otras oportunidades. Nosotros preferimos optar por mencionar cómo sintieron y vivieron esta experiencia los guaraníes que la asumieron –no la opinión de los analistas, de los antropólogos, de los historiadores– y la vivieron. ¡Preguntémosles a ellos porque está en los documentos! No son documentos escritos por los que podrían estar interesados en mostrar determinada cosa. La tranquilidad de la que por un tiempo gozaron los pueblos misioneros, no sin disgusto de los codiciosos encomenderos españoles y criollos, permitirá que la vida cultural y económica de estos pueblos se desenvuelva en forma ascendente, llegando a alcanzar firme esplendor. No obstante, los sufrimientos de estos pueblos guaraníes no se detendrán. Llegará entonces –como aquí se ha hecho mención– el aciago Tratado de Madrid, firmado en el año 1750 entre España y Portugal. Ya sabemos, no solo por nuestros conocimientos, sino por lo que nos acaba de decir el señor comandante, cuál fue la suerte que corrieron estos pueblos, realmente diezmados por los ejércitos español y portugués. Se suma otra tragedia: estos pueblos fueron inútilmente sacrificados, ya que, como sabemos, en el año 1763, a través del Tratado de París, los territorios en litigio fueron devueltos a España y los guaraníes volvieron a agruparse en sus comunidades.
Sin embargo, no gozarán de paz los pueblos guaraníes por mucho tiempo, ya que en el año 1801 –¡1801!– sufrirán el atropello de una numerosa pandilla de aventureros portugueses, que –¡atención!– no deben confundirse con los hermanos gaúchos riograndenses, y que serán comandados por José Francisco de Canto. Reitero una vez más: 1801. Los guaraníes misioneros no solo se resistirán a esta invasión, sino también a las halagadoras y mentirosas promesas de los invasores. Y nuevamente en esta resistencia será bastión fundamental el pueblo de San Borja. ¿Por qué insistimos tanto en el pueblo de San Borja? Porque esa es la cuna de Andresito. El 23 de setiembre de 1801 se librará la última batalla, en la cual saldrán victoriosas las fuerzas invasoras en virtud de disponer de mejores pertrechos de guerra, no obstante la dura resistencia ofrecida por los habitantes de San Borja, que serán auxiliados por los guaraníes de otros pueblos.
Cuando estos hechos ocurrieron Andresito tenía 23 años. ¡23 años! O sea que no solo conocía la historia por los relatos orales de los antepasados –era costumbre tradicional de sus comunidades–, sino porque había sido también su protagonista. Una década después de estos sucesos, Andresito se encontrará con Artigas. Se infiere, a través de varios hechos, que Andresito conoció al prócer en el año 1811 o 1812, en oportunidad del llamado éxodo del pueblo oriental –¡otro éxodo!–, cuando los orientales, desconformes con el acuerdo que el gobierno porteño firmara con el gobernador español Vigodet, inició, siguiendo al caudillo, su marcha hacia el norte y se estableció, ya sea en el Salto Chico, ya sea en el Ayuí. ¿Y por qué este encuentro resultó tan decisivo? ¿Qué descubrió Artigas en Andresito? ¿Y qué descubrió Andresito en Artigas? ¿Quién era Andresito? Lo ha dicho ya el general Manini Ríos. Juntando las diversas descripciones, vuelvo a decirlo. Sus contemporáneos lo describen: un cuerpo esmirriado, pequeño de estatura –de ahí deriva su apelativo Andresito–; de grandes ojos verdes –algunos sospechan que podía ser mestizo–, impresionaba –como ya se ha dicho, pero quiero insistir en ello– por su mirada luminosa, centellante, dicen algunos. Entre sus compañeros, obviamente, ejercía un natural liderazgo. Contrariamente a lo que sostienen sus enemigos, era muy instruido. Hay pruebas de ello; dominaba perfectamente, además del español, el portugués y el guaraní. Se conservan muchos de sus escritos. Acá se ha mencionado la excelente caligrafía que tenía. Y su letra coincide con la caligrafía de notas que redactó delante de testigos. Es una prueba irrecusable. No era un hombre locuaz; tampoco, como ya se ha señalado, muy alegre. Había en su expresión un cierto aire melancólico, producto quizás de lo que había vivido. No obstante, era en su trato muy respetuoso y
cordial. También podía ser inflexible y enérgico, pero siempre ecuánime. Se le describe en muchos documentos, incluso suyos, como un fervoroso cristiano. Era un caudillo nato, y así lo entendió Artigas, que no demoró en nombrarlo, primero, capitán de Blandengues, y después comandante de Misiones. Pero había en la persona de Andresito algo más que sus condiciones personales sobresalientes; había –y no nos cansamos de decirlo– una historia. Lo reiteramos: Andresito traía consigo el corazón, el ideario de la República Guaraní Misionera, de esa tan olvidada. De ahí su sintonía con Artigas; los entrelazaba una fuerte y profunda común vibración: su amor por las Misiones y los valores que las habían animado. Ya en las Instrucciones del año XIII, en su artículo 9.º, el prócer reclamará la pertenencia a la Provincia Oriental de los siete pueblos misioneros. Posteriormente, y particularmente durante su gobierno en Villa Purificación, el restablecimiento del
régimen existente en las Misiones con anterioridad a su decaimiento será una constante. Como es conocido, en su época de florecimiento los pueblos misioneros eran gobernados por cabildos integrados exclusivamente por indios. Eran más democráticos, todavía, que los españoles, que tenían cargos que se compraban y a otros se llegaba por cooptación. ¡No, aquí se llegaba por elección! ¡Era una especie de sufragio universal! ¡Era por elección del pueblo! ¡Es cierto, bajo el tutelaje de los padres de la Compañía! Pero, de todos modos –reconozco que utilizando palabras de hoy–, podría calificarse a esos cabildos, a esa administración del pueblo, como de carácter autogestionario. Con la expulsión de los padres de la Compañía, los cabildos fueron reducidos significativamente en sus atribuciones, sustituyéndose por los administradores españoles designados por las autoridades del Virreinato, los cuales, a su vez, permitirán que otros europeos se radiquen en los pueblos para, con sus negocios, esquilmar a sus habitantes. Cuando el federalismo artiguista se encuentre en su apogeo, el Protector de los pueblos libres dispondrá que las Misiones retornen a su antiguo régimen. De este modo, por ejemplo, en los pueblos misioneros del departamento de Candelaria, el prócer, en el año 1815, dispone que –textual– «al igual que en el pueblo de Corpus se guarde el mismo orden y que se destierre de ellos a todos los europeos y a los administradores que hubiere para que los naturales se gobiernen por sí en sus pueblos». Este principio, antigua norma de los pueblos misioneros, será reiterado por Artigas innumerables veces.
Voy a leer solo una parte del oficio que el prócer dirige al gobernador de Corrientes José de Silva, de fecha 3 de mayo de 1815, dado que en él se resume claramente la política artiguista con relación a estos pueblos. Dice así: «Igualmente reencargo a usted que mire y atienda a los infelices
pueblos de indios. Los del pueblo de Santa Lucía, lo mismo que el de Itatí y de Las Garzas, se me han presentado arguyendo la mala versación de su administrador». Ustedes saben –por favor, no lo digo con espíritu confesional, sino puramente sociológico y antropológico– que en el departamento de Tacuarembó hay una devoción muy fuerte a la virgen de Itatí. ¿Qué tiene que ver el Uruguay laicista con la virgen de Itatí? Itatí era un pueblo misionero muy artiguista. Y allí, en Tacuarembó, estuvieron los guaraníes, los correntinos, etcétera.
Prosigo: «Yo no lo creía extraño por ser una conducta tan inveterada; y ya es preciso mudar esa conducta. Yo deseo que los indios, en sus pueblos» –¡otra vez!– «se gobiernen por sí, para que cuiden sus intereses como nosotros de los nuestros. Así experimentarán la felicidad práctica y saldrán de aquel estado de aniquilamiento a que los sujeta la desgracia. Recordemos que ellos tienen el principal derecho» –¡el principal derecho!– «y que sería una degradación para nosotros mantenerlos en aquella exclusión vergonzosa que hasta hoy han padecido por ser indianos. Acordémonos de su pasada infelicidad y si esta los agobió tanto, que han degenerado de su carácter noble y generoso, enseñémosles nosotros a ser hombres, señores de sí mismos». Y así sigue. Creo que aquí se hace patente el ideario artiguista; está sintetizado de una manera clarísima en esta carta que, obviamente, no podemos leer en su totalidad. Pero insistimos en esa preocupación por los infelices. Contrariamente a lo que muchos suelen imaginar –incluso personas cultas–, los infelices –sinónimo de pobres y excluidos– no son nombrados únicamente en el conocido reglamento de tierras del año 1815, del que precisamente este año estamos celebrando su bicentenario, sino que particularmente a partir de ese año, y durante todo el tiempo que dure el gobierno artiguista ubicado en Villa Purificación –por eso Purificación, aparte de ser un caserío, tiene un valor emblemático muy grande en cuanto al ideario social de Artigas; hay muchos documentos que no se publican, que no se comentan–, resultará enmarcado por numerosas y reiteradas providencias a favor de los infelices. Como lo ha señalado el señor comandante en jefe, general Guido Manini Ríos, en todas estas disposiciones, muchas desconocidas para el gran público, se hace manifiesta una clara opción por los pobres. Incluso el artiguismo se preocupará por aquellos indios que se encontraran fuera de lo que había sido la antigua jurisdicción misionera, y acorde a ello, le expresará al Cabildo de Corrientes, con fecha 31 de enero de 1816 –un texto que, creo, ya se ha leído–: «Es preciso que a los indios se los trate con más consideración, pues no es dable cuando sostenemos nuestros derechos excluirlos del que justamente les corresponde».
En otro oficio, de fecha 9 de abril de 1815, Artigas había escrito: «No hay que invertir el orden de la justicia. Mirar por los infelices y no desampararlos» –¡siempre la idea de los infelices, de los pobres!– «sin más delito que su miseria. Es preciso borrar esos excesos del despotismo». Pero el prócer no se contentaría con exigir justicia para con los infelices, sino también, en frases poco divulgadas, el austero, a veces hasta adusto Artigas, habla de amor al prójimo: «a que cada día se les trate con más amor», como se lo recomienda al propio Andresito con fecha 13 de marzo de 1815. Este mandato lo reiterará en muchas otras ocasiones. No lo leemos por razones de tiempo. La identidad de pareceres entre el ideario artiguista y Andrés Guacurarí se hace también evidente en cuanto a la propiedad de la tierra misionera. Recordemos lo que ya se determinara en las Instrucciones del año XIII y en la papelería del Gobierno de Purificación. Pero será el propio Andresito el que ratificará que dichas tierras pertenecen a quienes en ella habitaron y trabajaron. ¡La propiedad asociada al trabajo! En la intimación al brigadier Chagas en ocasión del sitio de san Borja, le escribirá: «[...] estos territorios son de los naturales misioneros a quienes corresponde el derecho de gobernarlos, siendo tan libres como las demás naciones». Pero si para comprender cabalmente el vínculo que se estableciera entre Andrés Guacurarí y el «protector de los pueblos libres» es necesario analizar la coincidencia en su ideario, también resulta imprescindible colocar la actuación de Andresito en el marco geopolítico diseñado por el federalismo artiguista. No voy a extenderme sobre este tema, porque ya lo ha hecho, con mucha solvencia, el señor comandante. Sí voy a señalar que se plantea, entonces, la lucha por el espacio vital que permita consolidar, para los artiguistas, los límites de la gran nación federal que se proyectaba. En esta lucha se desarrollará una contienda por la defensa de los límites de los pueblos federales. ¡De ahí la importancia, incluso como militar, de Andresito! Comprendemos las distintas visiones que surjan en ese sentido y que respetamos. Pero nosotros nos identificamos con el proyecto federal y compenetrados con él, desde esta perspectiva analizamos los sucesos. Puede afirmarse que la defensa de los territorios federales del norte y la restauración del sistema misionero se iniciará con la primera campaña militar de Andrés Guacurarí en la reconquista de Candelaria durante el año 1815. A esta victoria seguirá la recuperación de los pueblos misioneros de Loreto, Santa Ana, San Ignacio Mini, Corpus y el paso de ltapuá. A ello se sumarán posteriormente: San José y Apóstoles, Santa María la Mayor y Concepción, Mártires y San Javier, San Carlos y Santo Tomé, La Cruz y Yapeyú. Andrés Guacurarí y Artigas será nombrado entonces gobernador de Misiones. En el ejercicio de este cargo no solo controlará Andresito militarmente estos extensos territorios, sino que restablecerá en ellos los viejos y democráticos cabildos misioneros. Su restauración –como se ha dicho– coincidirá con la convocatoria de Artigas al Congreso de Arroyo de la China, actual Concepción del Uruguay, reunión que será más conocida como Congreso de Oriente. Congreso para el cual llamará a participar de modo expreso a los representantes indios de los pueblos misioneros, determinando que sus cabildos organicen a esos efectos las correspondientes asambleas electorales. Andrés Guacurarí, como gobernador de Misiones, restablecerá asimismo la
tradicional organización económica de los pueblos. Respetando la propiedad privada de carácter familiar que existiera en la república guaraní, a su iniciativa se retornará paralelamente a la propiedad comunitaria de los yerbales y ciertas estancias, con los rasgos propios de la comunidad guaraní. A través de eso, asegurará comida para todos, asistencia para las viudas, los huérfanos. Será realmente una economía mixta, pero solidaria. Todo ello avalado, según documentación disponible, por el prócer oriental. De este modo se llegará al año 1816. Es sabido los contactos de ciertos agentes porteños con el Imperio portugués a los efectos de concretar una invasión de la Banda oriental, la cual se llevará a cabo en agosto del ya citado año 1816 con aguerridos y bien armados soldados portugueses veteranos de las guerras napoleónicas. Eran soldados que venían de pelear en Europa. Como parte de la contraofensiva artiguista, Andresito cruzará el río Uruguay y librará duras batallas en el antiguo territorio misionero. La derrota de San Borja, la victoria de Apóstoles, formarán parte de esta heroica lucha. Pero si descollante fue la actuación de Andrés Guacurarí en la región misionera, no menos importante habrá de ser su desempeño en la región norte de Argentina. Con la brillantez y el color que pone a sus descripciones, la historiadora Ribeiro nos ha hecho conocer o recordar anécdotas de cuando Andresito fue gobernador en Corrientes, que además evidencia, junto con lo pintoresco de sus castigos a los que se les resistían, una calidez humana muy grande. Recordemos que esos castigos que él puso, los que hemos estudiado el –entre comillas– «sistema penal» de las misiones, encontramos que es muy parecido a lo que en las Misiones se aplicaba a los indios revoltosos. O sea, él trasladó ese esquema. ¡Si estaría imbuido de la cultura guaraní-misionera, que hizo lo mismo en Corrientes con aquellos señorones que, hasta el día de hoy, no olvidan lo que pasó! A la gente principal de Corrientes, todavía hoy, no le gustó para nada el monumento que se erigió allí. ¡Para nada! Es la «gente principal», que es el nombre que les daba el historiador Reyes Abadie a esos sectores. Parte, entonces, de la gente principal, se sentirá afectada en sus intereses por las medidas adoptadas por el indio gobernador. Uno de los que más conspiren habrá de ser Francisco Bedoya –ya citado aquí–, explicablemente, dado que en ciertas circunstancias en que pretendía expulsar de sus dilatadas tierras a un grupo de pobres y trabajadoras familias, Artigas se le opondrá tajantemente, por consejos de algunos curas artiguistas que conocían esa realidad. ¡Entonces, es lógico que Bedoya conspirara contra él! Tuve el «privilegio» –entre comillas– de dormir en la casa que fue de Bedoya. Los demonios y los ángeles que se me vinieron encima esa noche, no quiero ni contarlos. (Hilaridad). –Los enemigos del ideario político y social del artiguismo no solo se le opondrán con las armas sino también con la pluma. ¡Había gente muy inteligente entre ellos! Principal exponente de esto último será el historiador Manuel Mantilla, personaje que ocupa importante lugar en la historiografía liberal argentina.
Finalmente ante sus embustes y calumnias –perdonen que utilice estas palabras tan fuertes– surgirá posteriormente el trabajo del historiador Salvador Cabral –¡todavía vive!, es muy viejito–, de antiguo linaje correntino, el cual, con sus obras, pero particularmente con su libro Andresito Artigas, en la emancipación americana, pulverizará las afirmaciones injuriosas de Mantilla. Andrés Guacurarí será gobernador de Corrientes por los años 1818, como ya se ha dicho. Pero es bueno recordar que en esa época el director Pueyrredón, en una circular muy poco conocida pero que hemos tenido el privilegio de leer, llamará al artiguismo por sus ideas no solo federales sino por su atención a los pobres, «doctrina perniciosa» –textual– y recomendará leer el terrible libelo que Cavia escribiera por esa época contra Artigas. Pero las ideas se encarnan –a veces de modo elemental y embrionario, pero vigoroso– en los pueblos. Tal el caso del guaraní-misionero, que quizás, de algún modo primario pero acertado, barruntó que la bandera federal levantada por el caudillo oriental, expresaba sus telúricos anhelos de justicia y hermandad comunitaria de su tierra. Para quienes eran enemigos de la bandera levantada, era indispensable acabar con el pueblo que la sostenía. ¡Hay que acabar con este pueblo, no solo ganarle la guerra!
El imperio tenía claro que no se trataba, como dijimos, únicamente de ganar una guerra, sino de acabar con una cultura y un pueblo. El historiador brasileño del siglo XIX Martins Moussy transcribe el documento con las disposiciones que para lograr este fin el gobernador y capitán general de la provincia de Rio Grande do Sul, marqués de Alegrete, adoptó. Escribe el marqués a su subordinado, el brigadier Chagas, –lo leo textual– «que debía de destruir completamente todos los pueblos de las misiones occidentales y que sacara a su población para distribuirla en las misiones brasileñas, que el imperio podía mejor controlar. Nada debía quedar,» –así dice: ¡nada debía quedar!– «ni templos, ni habitaciones, ni capillas, ni estancias». El brigadier Chagas –según sus partes de guerra– cumplió puntualmente con las órdenes impartidas y según las narraciones de honestos y valientes cronistas brasileños de la época, el relato de los sucesos resulta espeluznante. ¡Espeluznante! Si nos atuviéramos a la mera logística militar resultaría inexplicable la resistencia ofrecida e incluso las victorias logradas por este pueblo guaraní, enfrentado a las calificadas y bien armadas tropas del imperio, con sus rifles ingleses. Insuficiente como explicación, nos parece, es recurrir solo a la táctica montonera de la que se servían los guaraníes. En realidad, para que ella resultara efectiva debía contarse con el respaldo de todo el pueblo. Será este, el pueblo guaraní, la explicación última de esta resistencia, que bien puede calificarse de epopeya.
Estoy terminando; me quedan dos páginas. No puede, en su gesta heroica, aislarse a Andresito de su pueblo. Formando parte de este, se encontrarán sus capitanes y caciques, entre ellos, el legendario Vicente Tiraparé, el aguerrido Manuel Cahiré y junto a estos –ya se ha hecho mención–, el fraile franciscano Fray José Leonardo Acevedo, calificado por el propio Andresito –con esa letra tan hermosa que tenía– como su asesor y amigo. ¡Acevedo era asesor y amigo! Personalidad interesantísima es la del franciscano, ya que entre otros muchos méritos, ante la momentánea enfermedad de Andresito, en ocasión del asedio a Candelaria, le corresponderá dirigir con éxito las operaciones. ¡También fue militar! ¿Vieron? No era solo un fraile pistolero, dicho con todo respeto. En el monumento que erigieron en Corrientes, él aparece con la pistola, pero también podría aparecer con los libros porque era un hombre de una enorme ilustración y cultura. Es amigo, por otra parte –acá ya se ha insinuado esa posibilidad–, como me consta por cartas que hay –¡es claro, todo esto no se publica!–, nada menos que de Monterroso, el secretario de Artigas.
Ahora bien, esta personalidad –que ocupó ese cargo cuando se produjo el asedio a Candelaria– fue compañero inseparable del caudillo guaraní y con él va a compartir más tarde la cárcel de la isla das Cobras. Posteriormente, al sobrevivir –porque tuvo la suerte de sobrevivir–, ocupará, por su ilustración y méritos, importantes cargos en la Argentina, hasta llegar a ser promovido obispo de la recientemente creada diócesis de Paraná. Era un hombre de gran ilustración y virtudes. No era un simple fraile pistolero. Acevedo será expresión de una de las corrientes religiosas de larga tradición, que hoy no sé cómo podríamos llamar, una corriente profética, que viene muy de antiguo, no es exactamente contestataria –no es eso–, pero que nada tiene que ver –debemos decirlo con claridad, a pesar de que muchos autores los identifican– con las ideologías de los siglos XVII y XVIII. Estas corrientes están muy poco o nada estudiadas porque hay que transitar por repositorios llenos de polvo, a veces hasta mal cuidados, con ratones, cucarachas, archivos muy lejanos en América. Y ahí se descubre esta corriente, que es apasionante, que es interesantísima. Hay una proclama –no se asusten; no voy a leerla– de su campaña en 1816, en donde se habla de Moisés, del paso por el mar Rojo. Ese texto del Antiguo Testamento era un eje, diríamos así, de estas corrientes indoamericanas que se fueron gestando, que el mismo Sarmiento –figura en esto insospechada– reconoce. Dice: «Primero, anterior a estas revoluciones, estuvieron estas corrientes». En fin, no me quiero entusiasmar con esto.
Hemos llegado, entonces –quizás para felicidad de ustedes– al año 1819. Andresito, incansable, en mayo nuevamente cruza el río Uruguay hacia el oriente, avanzando –sigue avanzando siempre–, pasa por San Borja, y llega hasta San Nicolás, donde establece su cuartel general. El brigadier Chagas no puede permitírselo y llega hasta el pueblo para desalojarlo. Pero las tropas de Andresito se le enfrentan y el brigadier debe de huir con su ejército imperial, radicándose en Palmeiras. Desde allí pide auxilio al conde Figueira, que había sustituido al marqués de Alegrete como gobernador, y también al comandante Abreu. Mientras tanto, Andrés Guacurarí había dejado San Nicolás –debió hacerlo– y al regresar, en el paso de Itacurabí, es sorprendido por los auxilios que había pedido Chagas. Era el comandante Abreu que aparecía con un numeroso ejército que disponía de buenos rifles ingleses. No es casual que cuando las tropas portuguesas, junto con la Corte, fueron trasladadas a Río de Janeiro –un dato del que no se suele hablar–, quien les pasa revista es nada menos que el general Beresford, que a esa altura ya era vizconde. ¿Qué hace el general Beresford pasando revista a las tropas portuguesas –veteranas, muy bien pertrechadas– que llegan a Río de Janeiro? El 24 de junio de 1819, Andresito, solo y desarmado, preparando una jangada para pasar a la margen oriental del río Uruguay, es sorprendido por una partida enemiga que lo aprisiona. Su destino, después de sufrir un trato inhumano y cruel, es la prisión de la isla das Cobras. Allí se encontrará con su apreciado amigo y compañero Fray José Acevedo y también con algunos otros patriotas orientales, entre los que estaba Juan Antonio Lavalleja.
Lo que ocurrió después es incierto. Lo único que sabemos es que Andresito desapareció. Es claro, perdonen, tengo 80 años; estoy viejo y me emociono un poco. Los viejos nos emocionamos; disculpen. Entonces, es un resultado incierto. ¿Qué pasó en definitiva? No parte en el bergantín Francia –así se llamaba–, aunque sí aparece en el rol de ruta. Y están las notas del embajador Casa Flores que a través de una labor realmente muy solvente de la doctora Ana Ribeiro se han rescatado. Y también está la nota que le dirige a Casa Flores, donde parece que ya está en libertad, pero en una pobreza extrema. Y bueno, él es un desaparecido, pero no solo físicamente, sino también un desaparecido de nuestra historia. Preguntémosles –sé que esto es poco académico, pero me parece que la verdad se impone y que en este ámbito debemos decirlo– a nuestros niños, a nuestros jóvenes, si conocen a Andresito. Yo lo he hecho -encuestas caseras sin duda, sujetas a muchos errores–, y la mayoría no lo conoce. Fíjense que tiene una calle insignificante, allí en el Cordón, que ni siquiera tiene salida. Después alguien se acordó de él y le puso su nombre a un parque, el parque Andresito –enhorabuena– en La Paloma, y también está el pueblo, pero en general, en nuestra historia Andresito es un desaparecido. Es uno de los pocos lugartenientes de Artigas que le fue fiel hasta la muerte. Entonces, bien por esta iniciativa, bien por hacerlo general. Se lo merece. Se lo merece él, pero como dijimos al principio, Andresito no está solo, está con su pueblo, es representante, es voz de todo ese pueblo que fue silenciado, que no ha podido hablar, que de alguna manera ha sido excluido de la historia patria. Entonces, bien está que entre por la puerta grande. Bien está que sea reconocido como general, pero para que la historia, el pueblo uruguayo, sobre todo para que los jóvenes –no para mí, que ya me estoy yendo– conozcan su historia. En un momento de crisis axiológica son importantes los valores de Andresito; un pobrecito indio, sí, no estamos insuflándolo, pero en su sencillez, en su pobreza, en su cercanía con los pobres de la época, con los infelices, ¡¿cuántos valores nos transmite?! Creo que más valores que muchos intelectuales y que muchos ideólogos que, en definitiva, no han mostrado la
firma con su vida a lo que escriben o han estudiado.
Bueno, muchas gracias.
(Aplausos)

SEÑORA MODERADORA.- Muchísimas gracias por sus sentidas palabras. Yo no tengo 80 años, pero igual me emociono.

SEÑORA RIBEIRO.- La emoción del profesor Cayota ha contagiado a parte de la audiencia, así que me han encomendado leer. Por suerte la letra es grande y ustedes van a creer que no preciso lentes, pero sí.
Finalizando este acto, invitamos a hacer uso de la palabra al director de la regional Garupá, Misiones, Argentina, representante del Ateneo de Lengua y Cultura Guaraní, licenciado Omar Alfonso Cibils Aquino, quien tendrá a su cargo las palabras de cierre. Esperemos que no sean en guaraní, porque más allá de que nuestro corazón lo sea, creo que título de guaraní hablante no tenemos muchos. Confiamos en que sea en español, con un toque guaranítico.
(Aplausos).

SEÑOR CIBILS.- Maitei horyvéva opavavépe. Che py’aite guive amboaguyje ko peipirũre. Mis saludos cordiales para todos. Desde las entrañas les agradezco esta invitación. ¿Y por qué desde las entrañas? Los europeos expresan el sentimiento desde el corazón, los guaraníes lo expresamos con las tripas. Es entrañable nuestro afecto. Son pequeñas diferencias.
Voy a presentarles al hombre. Los historiadores y estudiosos hablaron de cuatro años de la historia de Andrés, de Andrés –y permítanme disentir– Guaçurarí y Artigas. ¿Por qué Guçurarí? Porque siendo guaraní, su apodo, su apelativo era significativo. No encontramos en lengua guaraní el significado de guaçurarí más que el de venado ágil, el de venado inquieto, el de venado indómito. Sin embargo, cuando le falta la cedilla de guaçurarí, guacurarí o guaicurarí, como dicen algunos, no le encontramos significado. Por eso la disensión, pero por el nombre se supone –no se sabe, sino se cree– que nació en un lugar, en un ámbito de reducción o de misión de jesuitas entre guaraníes. Sin embargo, se sabe que era tapé, y le cambiamos el acento porque en guaraní llevamos la carga sobre la última vocal. El tape, al igual que el guarango, son vocablos que hasta hoy perviven para denigrar a los hermanos de Andrés. El tape es el peón bajo, ignorante, que solo sirve para los bajos oficios en las estancias correntinas. El guarango es el irrespetuoso, el grosero, aún hoy, no el cultor de una filosofía de vida y de una lengua. De esa forma hacemos un paralelo en ese hombre que a lo largo de 38 años de vida, más o menos, da sentido a cuatro años de historia, porque lo poco que se puede escribir es sobre lo que otros dicen de Andrés, o a partir de alguna carta o documento que él menciona. Pero lo importante de Andrés es por qué piensa lo que piensa. Ateniéndonos a la historia, ¿es posible que de 1810 a 1814, en cuatro años, a Andresito, por muy brillante que haya sido, le haya lavado el cerebro José Gervasio Artigas? ¿O debemos creer que ambos son exponentes de ese hombre de las planicies, de cerca de 300 años para esa época, mestizo de guaraní con europeo, con una visión de que la territorialidad, el pintá guaraní, es muy importante?
Los guaraníes somos parte de la tierra; por eso no podemos ser dueños de ella. La propiedad privada no existe; existe el esfuerzo comunitario para obtener los bienes que necesitamos para vivir. Y existe la libre libertad absoluta, casi anárquica, de disponer de esos bienes de acuerdo a las necesidades. Quienes estudiaron los documentos y papeles nos contaban que el abambaé son las cosas del hombre, del ser humano y que el tupambaé son las cosas destinadas a Dios y cómo se manifestaba Dios en la comunidad necesitada. Cuando yo había consumido los víveres que produje con mi esfuerzo, había un depósito común del que nos surtíamos de acuerdo a nuestra necesidad. Eso todavía surge como un grave problema: el de aceptar esta comunidad, esta sociedad mercantil de toma y daca, de compra y venta, de los pocos herederos que hay de esos pueblos originarios.
En esta zona de las riberas del Uruguay, en las estribaciones ya con el Río de la Plata –el Mar Dulce o Mar de Solís–, había algunos bomberos, algunos exploradores guaraníes, pero habitaban sobre todo abipones y charrúas. ¿Cómo se les ocurre a los hacedores de la historia de este bendito país ponerle un nombre guaraní? ¿Por qué? ¿Por imposición de qué cosa, si no por el afecto, por el profundo amor que pudieron insuflarnos a este territorio común, propiedad de todos, esfuerzo de todos? Ese hombre no puede aparecer en la historia, no porque no se haya escrito en esa época, sino porque la cultura guaraní es esencialmente ágrafa: renuncia a la escritura.
A veces tenemos oportunidad de encontrarnos con esos resabios de la comunidad guaraní, que viven todavía en las selvas de Misiones, en el Paraguay y en Brasil, y que hoy están siendo masacrados por productores agrícolas y ganaderos en la zona del Río Grande del Sur brasileño. Hoy están entrando a las comunidades guaraníes a robar adolescentes, violarlas y, a veces, devolverlas muertas. La cultura guaraní sin la territorialidad no puede ser, no tiene sentido –cuidado: estoy hablando de territorialidad, no de propiedad de la tierra–, y ese es el problema que, desde nuestra educación con bases occidentales, nos cuesta entender y visualizar.
De ese Andrés –al que ahora sí le voy a dar su estatura–, llegamos a Andresito. En la cultura guaraní el diminutivo magnifica; el «don» de la cultura española es similar al diminutivo de la cultura guaraní. Andrés es un hombre común, pero cuando empieza a transitar el territorio del héroe para entrar al mito –porque no nace ni muere Andrés; ¿dónde está lo que se escribió de él?–, adquiere el nombre del diminutivo y pasa a ser Andresito. Hoy encontramos líderes espirituales valiosos de las comunidades guaraníes, que se llaman Juancito, Pedrito, Dominguito. Ese diminutivo perdura.
Ese es el hombre que nos legó parte de su cultura y de su historia y que tuvo tanta simbiosis con José Gervasio Artigas. Esa simbiosis fue tal que Artigas, que pudo haber elegido otro lugar donde ir a descansar, fue a esas estribaciones donde, ya en esa época –1840–, vivían los últimos guaraníes selváticos; me refiero a ese territorio común de América, en el Paraguay.
Esto es lo que venimos a decir y estamos tratando de recuperar, a través del uso cotidiano de la lengua y de la cultura guaraní, en contacto con sus mismos propietarios que, a veces, nos las prestan. Es lo que hacemos en este ateneo de lengua y cultura guaraní. Tuvimos la valiosa colaboración y contamos con el importante trabajo de parlamentarios del Mercosur compañeros del senador Ruben Martínez Huelmo para que se declarara al guaraní como idioma oficial, por lo menos, del Parlasur, ya que todavía no se ha logrado considerarlo idioma de trabajo, idioma oficial del Mercosur. ¡Vaya paradoja: el único idioma originario que se habla en todo ese ámbito, en el territorio del Mercosur, es el guaraní! Los idiomas oficiales del Mercado Común del Sur son los dos
idiomas europeos de esta parte de América: el español o castellano y el portugués. En nombre de ese indio, Amoite guive yvy pytã yryapuhápe ytotorõ aju poromomaitei; en nombre de ese Andresito, desde allá, desde la tierra colorada donde truena el agua en cataratas, les traigo mis saludos. Aguyje. Gracias.
(Aplausos).

SEÑORA MODERADORA.- Muchísimas gracias a todos por su asistencia a este sentido homenaje.
Tengan muy buenas tardes.

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Leer EL GUARANI, LENGUA HISTÓRICA DEL MERCOSUR por RUBÉN MARTÍNEZ HUELMO, en (http://cafehistoria.ning.com/profiles/blogs/el-guarani-lengua-hist-rica-del-mercosur-por-rub-n-mart-nez)

Leer EL ATENEO DE LENGUA Y CULTURA GUARANI RECIBIÓ AL PRESIDENTE DEL PARLASUR, DR. RUBÉN MARTÍNEZ HUELMO Y LO HOMENAJEÓ, en (http://cafehistoria.ning.com/profiles/blogs/el-ateneo-de-lengua-y-cultura-guarani-recibi-al-presidente-del)


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